El mundo se detuvo. Sentí cómo el color se drenaba de mi rostro. Las maestras fingieron no escuchar, algunas mamás desviaron la mirada con disimulo. Quería que la tierra me tragara. Esa frase, tan simple y tan cruda, resonó en mis oídos como una condena. Era la confirmación pública de una batalla secreta que llevaba años librando en silencio: la lucha contra un mal aliento persistente y humillante.

Claro que yo ya sabía que algo andaba terriblemente mal. Sentía un sabor extraño y constante en mi boca, notaba la incomodidad en los ojos de las personas cuando hablaba con ellas demasiado cerca. Me había convertido en una experta en el arte de la evasión: inclinarme hacia atrás, cubrirme la boca sutilmente con la mano, mantener una distancia prudente. Mi bolso siempre estaba repleto de chicles, pastillas de menta y pequeños frascos de enjuague bucal, mis pequeños escudos contra la vergüenza.

Llegué a cepillarme los dientes de manera obsesiva. En mis momentos de mayor desesperación, ¡conté hasta 21 cepillados en un solo día! Incluso sin haber comido nada, incluso sabiendo en el fondo que no serviría de mucho. Era un ritual desesperado por intentar controlar aquello que me estaba robando la confianza y la alegría de vivir.